Morir en una residencia o en el hospital
Un debate doloroso

En estas últimas semanas en nuestra sociedad estamos viviendo el proceso de desescalada de la situación de alerta sanitaria por covid-19 de forma notablemente desigual, tanto por la movilidad en las diferentes zonas geográficas como por las diferentes actitudes personales y sociales que se van haciendo más patentes en nuestro entorno.
Ahora que las cifras de muertes por covid-19 han disminuido drásticamente se están lanzando denuncias en juzgados y acusaciones en los medios de comunicación a cuenta, no solo de cómo ha quedado expuesto como muy, muy mejorable el modelo de las residencias de ancianos, sino que también se denuncian los protocolos sanitarios que se aplicaron en lo más crudo de la pandemia para evitar la derivación a hospitales de los residentes dependientes y/o en situación de terminalidad.
Los relatos que se han ido desgranando a lo largo de toda la pandemia, cayendo como sal en nuestras heridas abiertas aún, hablan de ancianos desatendidos y confinados en sus habitaciones, sin atención médica especializada para afrontar sus complicaciones de salud ni sus necesidades más básicas, de fallecimientos en soledad y despedidas imposibles. Y a esto se añade la indignación y rabia por el rechazo a derivar en el triaje médico, por parte de la medicina hospitalaria y/o intensiva, para tratar el coronavirus u otras patologías complicadas propias del final de la vida.
Después de estudiar las diferentes guías de atención sanitaria que circularon en las semanas más álgidas de la pandemia, vimos que básicamente había dos actitudes: 1.- el triaje basado en privilegiar la mayor esperanza de vida en virtud de la calidad de ésta, no de la edad, y 2.- priorizar la máxima de que todas las personas tienen el derecho a ser atendidos en los hospitales sin importar su estado, ni su edad, ni sus expectativas de calidad de vida.
Este es un tema muy doloroso y sensible para familiares y profesionales que debería ser tratado con mucho cuidado, responsabilidad y visión clara. La sociedad en su conjunto está atravesando un duelo colectivo, y ello implica una mayor vulnerabilidad psicológica de los ciudadanos que debe ser tratada con respeto, sabiduría y compasión.
En estos días, sin embargo, esta herida en las familias y en la sociedad está sirviendo para una batalla política (en principio en la Comunidad de Madrid) en la que subyace un profundo conflicto entre diferentes visiones éticas de los cuidados al final de la vida que se dan entre diferentes estamentos de la clase médica, con concepciones existenciales muy diferentes y en la mayoría de los casos inconscientes.
No nos engañemos, este conflicto no es de ahora en tiempos de pandemia, ésta solo lo ha agravado. Especialmente dramática por sus consecuencias para tantas personas mayores y/o dependientes es la consideración social del proceso de morir como un evento fundamentalmente médico. Así, una de las consecuencias de la claudicación a favor de la medicina institucionalizada es el “delirium”, episodios de desestructuración mental que conllevan gran sufrimiento psicológico y espiritual por parte de los pacientes. Cuenta en una entrevista Gabriel Heras, medico intensivista y director del proyecto HUCI (para Humanizar los cuidados intensivos) que en esta pandemia sorprendió el aumento de los episodios de delirium en los pacientes ingresados en las unidades.
Nuestros mayores, los ancianos que han fallecido solos en sus habitaciones durante estos dos meses atrás, hubieran merecido una mejor gestión de la pandemia en las residencias para garantizar sus cuidados y que sus familiares los acompañaran en su aliento final. Queremos creer que, a cambio, por lo menos, la atmósfera psicológica y espiritual fue mucho más serena y silenciosa, infinitamente más propicia para morirse que el pasillo de un hospital atestado.
En estos meses de coronavirus está aflorando el paroxismo de la negación psicosocial de la muerte, con los altavoces a todo volumen de los medios de comunicación desgranando cifras de muertos y un amplio abanico de actitudes en las personas que van desde la ligereza irreflexiva y atrevida hasta el miedo más agresivo, pasando por diferentes niveles de ansiedad.
Es muy necesario hacer pedagogía social sobre bioética básica al final de la vida más allá de la medicina, y promover el afrontamiento sano de la muerte en esta sociedad. Considerarla como algo natural, no como una anomalía que hay que resolver con todo el aparataje médico de que dispongamos. Que vayamos aprendiendo humildad ante la grandeza de Naturaleza, aprender a afrontar la muerte con naturalidad y abandonando la angustia innecesaria.
Nosotros no hemos encontrado mejor forma para ello que crear espacios de divulgación, formación y entrenamiento en el afrontamiento de la realidad que va surgiendo a cada paso. Como decía Epícteto: “Lo que nos hace felices o desgraciados no es lo que nos ocurre sino lo que pensamos de lo que nos ocurre”.
La serenidad es colaborar incondicionalmente con lo inevitable.
Presidenta de la Fundación Vivir un buen Morir
Directora docente de la Formación VBM